de Stefano Basilico
Esta batalla, que tuvo lugar en la fase de verano de la Campaña Rusa, se puede considerar de alguna forma el principio del fin de Napoleón Bonaparte. De hecho, ha dejado en evidencia el fracaso de un plan estratégico, en gran escala: pero los requisitos previos para tal fracaso vienen de lejos.
El emperador de los Franceses, gran líder militar y excelente táctico en escenarios terrestres (pero a corto-medio alcance), ha demostrado carecer de las mismas facultades en un plan estratégico a largo plazo. Además era esencialmente un «landratte» (un ratón de tierra), desprovisto de una “visión naval”: algo grave para un país con aspiraciones oceánicas, o imperiales, sobre todo al contar con Inglaterra entre sus enemigos más temibles y ensañados.
Entre las decisiones equivocadas, por ejemplo, ciertamente podemos incluir la campaña egipcia: un completo fiasco, después de la destrucción de la escuadra de De Bruyes en la bahía de Aboukir cerca del delta del Río Nilo (2 de agosto de 1798), que terminó con una marcha fallida a través de Siria y Palestina hasta regresar el comandante, quien volvió a París casi “a hurtadillas”, dejando en Oriente Medio lo que quedaba del ejército de invasión. Siguiendo con el tema naval, la incapacidad de los militares para sacar ventaja a la flota inglesa quedó definitivamente comprobada en la Batalla del Cabo de Trafalgar (21 de octubre de 1805), cuando el genial “corte de la T” de Nelson acabó con la escuadra franco-española dirigida por Villeneuve, quien como almirante también se demostró una elección de lo más mediocre, como De Bruyes antes de él.
Otra elección completamente equivocada fue la decisión de implementar el denominado “Bloque Continental” (1806): una política que, al dañar directamente la economía de muchos países, le alejó de hecho de muchas simpatías y voluntad de alianzas entre los estados europeos, en la práctica resultó ser de lo más contraproducente en la perspectiva de aislar y arruinar financieramente a Inglaterra, que por otro lado se había demostrado imposible de atacar militarmente. En breve, la política del “Bloque Continental” convirtió el equilibrio europeo del Tratado de Tilsit (1807), que en las intenciones debería haber sido sólido y duradero, en algo extremadamente frágil e inseguro azuzando una espiral que al final induciría Napoleón a invadir Rusia.
La Campaña Rusa, emprendida como instrumento para luego poder socavar el Imperio Británico en Oriente Medio y el subcontinente indio, certificó de esta forma el fracaso de una política y de todo un plan estratégico basado en supuestos erróneos.
Las cifras nunca mienten: y permiten resaltar – incluso de forma despiadada – los errores, así como desmentir algunas de las que parecen increíbles distorsiones de la verdad histórica. El primero, y con mucho el más conocido, es el del denominado “General Invierno” y su papel decisivo en las suertes de la campaña.
Las cifras, entonces: cuando la Grande Armée napoleónica vadea el Río Niemen, el 22 de junio de 1812, cruzando la frontera del Imperio Ruso, el ejército francés – que en ese momento estaba en su apogeo – constaba de 660.000 hombres. Cuando el 7 de septiembre siguiente en Borodinó las fuerzas invasoras – que más allá de algunos enfrentamientos preliminares (de Vilna a Vitebsk y luego en Smolensk y Sevardino) habían buscado durante mucho tiempo y en vano una batalla campal decisiva, para aniquilar al adversario – entrando finalmente en contacto con el ejército zarista, liderado por el general Mijaíl Ilariónovich Kutúzov (que creció en la escuela del generalísimo Aleksandr Vasil’evič Suvorov), Napoleón pudo desplegar un total de 130.000 soldados, frente a los 125.000 del enemigo. La potencia de fuego de los dos bandos, en términos de artillería de campaña, era más o menos similar, de cerca de 600 piezas por bando. La batalla, que comenzó a las 6.00 de la mañana, no terminó antes de que cayera la noche, muy tarde, con la retirada de las fuerzas zaristas.
Para más detalle, el enfrentamiento se desarrolló en la línea de asalto de las tropas francesas a las fortificaciones erigidas por los Rusos, que además se apoyaban en barreras naturales, como los ríos que cubrían los flancos de sus posiciones; además, estos asaltos – realizados con furiosas cargas frontales contra las que los defensores contraatacaban con gran determinación – iban dirigidos sobre todo a la “Gran Trinchera”, así como al sistema de terraplenes triangulares conocido como las “Flechas de Bagration”.

Aunque los Franceses declararan durante mucho tiempo y tradicionalmente haber ganado en Borodinó, ya que los Rusos en un momento dado abandonaron la escena del enfrentamiento, la Batalla del Río Moscova, técnicamente, resultó en un sangriento “empate”, tras una carnicería aterradora: 35.000 le bajas francesas, mientras que las rusas se valoran en 45.000/50.000 hombres.
En realidad, el general Kutúzov consiguió dar la orden de desenganche con una retirada ordenada de sus fuerzas restantes en dirección a Moscú: una maniobra que resultó del todo funcional a la táctica de desgaste del enemigo, ahora muy lejos de su base de partida y en el mismo corazón de un país hostil que había aplicado la táctica de la “tierra quemada”; con los consiguientes enormes problemas logísticos y de abastecimiento: empezando por la falta de forraje para los caballos, necesarios para los carros de arrastre y la artillería; los cuadrúpedos ya habían caído por centenares, en el calor sofocante del verano ruso, despojando así al ejército francés de un recurso necesario e insustituible.
Además, la avanzada de la Grande Armée había sufrido una serie de asaltos y emboscadas sistemáticos, una especie de táctica de guerrilla por parte de los soldados rusos pero también de la población local, que la habían marcado duramente. Pero precisamente la Batalla de Borodinó marcó un salto cualitativo en este sentido, un cambio neto: aquí tomó forma la percepción de este conflicto como una “gran guerra patriótica”, que exigió una gran cohesión y abnegación por parte de todos; paradigmática, una escena que ha llegado hasta nosotros: el icono de la Virgen Negra de Smolensk llevado como en procesión entre las tropas zaristas alineadas, justo antes del enfrentamiento; una batalla a librar en defensa de la “Santa Madre Rusia”, según las palabras del proclama del propio Kutúzov a sus hombres: en un hilo común ideal que pasa por la Batalla del Lago Peipus (5 de abril de 1242) ganada por el Príncipe Aleksandr Nevskji sobre los Caballeros de la Orden Teutónica y también por la Batalla de Poltava (8 de julio de 1709) en la que el Zar Pedro el Grande aniquiló a los Suecos liderados por Carlos XII.


Lejos de haber logrado el éxito definitivo y demoledor que había esperado, Napoleón en la mañana del 15 de septiembre entró finalmente en Moscú (que Kutúzov había decidido no defender, para preservar la integridad de sus tropas), con un ejército reducido a la sombra de lo que era hace apenas unos meses.
Después de pasar un mes en la capital rusa, dejando así pasar innecesariamente otro período de clima favorable, sin respuesta a sus cartas por parte del Zar, Napoleón decidió ordenar la retirada: en la madrugada del 19 de octubre de 1812, lo que quedaba de la Grande Armée (unos 100.000 hombres entre infantería y caballería) se puso en marcha hacia el oeste, acompañada por un convoy de 400 vagones cargados de botín (lo que no podía si no frenar la marcha). En concreto, el Emperador francés, por una parte, era perfectamente consciente del progresivo reforzamiento del ejército enemigo como del inexorable deterioro de las condiciones de sus tropas aisladas en territorio hostil, y también sabía muy bien que no podía seguir lejos de París, más aún ante la creciente evidencia del desastre.
Como decíamos al principio, cifras, fechas, lugares, circunstancias. La Campaña Rusa, decisión que fue un auténtico acto de Hybris, fue un “desastre de verano”: mucho antes de que terminara el mes de octubre y antes de que las temperaturas empezaran a disminuir, con la caída de las primeras nevadas. El resto es bien conocido: la marcha, desde el principio objeto de continuos ataques de los rusos, pronto perdió sus características de orden y disciplina, cayendo en una atmósfera de “sálvese quien pueda”.
En Smolensk, donde llegaron entre el 7 y el 9 de noviembre, las fuerzas francesas estaban reducidas a 41.000 hombres: el saqueo de los depósitos de alimentos por parte de una turba exhausta y fuera de control se cargó cualquier ilusión. El vado del Río Beresina en Borisov (25 de noviembre), a pesar de la legendaria abnegación de los ingenieros del general Eblé, fue un auténtico infierno: nos quedamos con la impresión de que los Rusos (que previamente se habían asegurado el control de los puentes) podrían haber acabado con lo que quedaba del ejército francés cruzando el río, pero tal vez un cálculo político se llevó las de ganar; los Rusos también estaban agotados, después de meses de guerra en su territorio, y les hubiera sido imposible continuar la ofensiva hacia el oeste: y serían los Británicos, Austriacos y Prusianos los que entraran en París, apropiándose de los frutos de su victoria.
Tan solo el 2 de diciembre, marchando hacia Vilna y con un ejército ahora reducido a tan solo 13.000 hombres, Napoleón con el célebre “boletín 29” sintió que debía informar Francia (donde aún desconocían el verdadero rumbo de la campaña): este boletín, aunque estuviera un poco teñido de rosa, marca el nacimiento del mito del “General Invierno”. Sin embargo, mostrándose muy reticente sobre el alcance real de las bajas, el Emperador insistió mucho en el papel decisivo de las condiciones climáticas adversas en el desastroso resultado de su empresa. Además, apremiado por la necesidad de regresar a la capital cuanto antes, consolidar un entramado político que se estaba volviendo insidioso, reafirmar alianzas inestables y – sobre todo – organizar un nuevo ejército, el 5 de diciembre abandonó su ejército y llegó a París el 18 del mismo mes.

Por cierto, el mito del General Invierno – que, como dijimos antes, es en gran parte el resultado de una mistificación que no resiste un análisis militar y político más objetivo – también triunfó en el siglo siguiente: por ejemplo, se le atribuyó un papel preponderante también en la victoria de la Unión Soviética contra Alemania en la Segunda Guerra Mundial; en realidad la Wehrmacht, que había desatado la Operación Barbarroja el 22 de junio de 1941, llegó a las puertas de Moscú a principios de noviembre: repelida por los rusos, que en esta ocasión habían decidido defender su capital (como ocurriría con Leningrado y Stalingrado, de norte a sur), los Alemanes en realidad tuvieron todo un año – el 1942 – para “intentar ganar” el trance: antes de que la destrucción del VI Ejército del Mariscal von Paulus a orillas del Volga marcara irremediablemente el curso de la campaña (2 de febrero de 1943). Y de nuevo, en julio de 1943 en Kursk se libraría la que sería la mayor batalla de vehículos blindados de la historia…
Una nota final, volviendo a Borodinó: un dato histórico que confirma aún más que esa batalla no puede considerarse una victoria napoleónica; eso fue una victoria estratégica rusa, y con toda probabilidad la piedra angular de toda la campaña: y los Franceses lo saben perfectamente, está más claro que el agua. Cuando en 1904 Rusia tuvo que construir una armada, la “Segunda Escuadra del Pacífico”, destinada al Lejano Oriente para la guerra contra Japón, la columna vertebral y la punta de lanza de la escuadra de batalla serían los cuatro flamantes acorazados de la “clase Borodinó”. En el otro bando, ningún buque de guerra de la Marine Nationale francesa ha llevado nunca ese nombre; Italia ha tenido, y tendrá, un “Vittorio Veneto”, la Royal Navy ha tenido submarinos de ataque nuclear de la clase “Trafalgar”: sin embargo es improbable que un buque llamado “Lissa” o “Caporetto” pueda alguna vez formar parte de la Marina Italiana, o uno llamado “Coronel” de la Royal Navy…
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7 settembre 1812 – Borodino, la battaglia della Moscova (in italiano)
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